lunes, 31 de marzo de 2008

Mi vida. Memorias de un revolucionario permanente, de León Trotsky


Mi vida. Memorias de un revolucionario permanente
León Trotsky
Ed. Debate (Mondadori). Trad. Wenceslao Roces
1929. 641 págs.

En 1929, Trotsky, al ser expulsado de la Unión Soviética que él mismo ayudó a crear, decide escribir sus memorias desde su exilio en Constantinopla. Y es este hecho, el de su expulsión a manos de los traidores a los ideales bolcheviques, el que marcará todo su relato.

Trotsky, que no hace gala en ningún momento de victimismo, si bien su vida está marcada por traiciones de toda índole, por el contrario se muestra siempre honesto consigo mismo y fiel a los ideales que marcan su vida desde casi el inicio. Nos empieza narrando de manera fragmentaria y resuelta algunos episodios de su infancia –a veces débilmente enlazados-, donde destaca su precoz amor por la literatura, para acto seguido adentrarse en una existencia en la que la revolución lo absorberá todo.

La apasionante vida que nos cuenta nos retrata una poderosa personalidad que no duda en dejar claro que siempre se mantuvo fiel a sus ideas, que no fue él quien cambió. Unas ideas en las que cabía la discrepancia con Lenin en algunos puntos, en los cueles también cupo el doblegarse ante éste cuando entendía que así debía ser, en lo que se ve en todo momento y conforme avanzamos por sus páginas, como una lealtad admirable hacia su jefe. Por el contrario, no tiene piedad para los que como él sufrieron después la purga estalinista, pero que durante años traicionaron a Lenin: a los epígonos Bujarin, Zinoviev o Kamenev, quienes mostraron su carácter oportunista hasta que les vinieron mal dadas.

Gran parte de esta autobiografía es un sincero homenaje a su compañero de fatigas revolucionarias, Lenin, quien a diferencia de Trotsky no vio como la Revolución de Octubre sería traicionada por el aparato burocrático y la facción reaccionaria estalinista.
Echa mano Trotsky en ocasiones, en un acto de humildad, de documentos y obras publicadas, de páginas de diarios ajenos, como el de su mujer o el de su hijo, de cartas de la viuda de Lenin, e incluso de recortes de prensa para construir un mosaico de testimonios que evidencian la traición de la que fueron objeto la revolución y él mismo.

Las memorias están escritas el mismo año (1929) en que el Estado que ayudó a crear le expulsa del país (tras años de destierro en la frontera con China) y se tiene que ir a Constantinopla, desde donde son rechazadas todas sus peticiones de asilo cursadas a París, Londres y Berlín. Son, por tanto, las memorias escritas por un hombre derrotado, enfermo y traicionado por los suyos y por la izquierda europea que le da la espalda. Un hombre que, además, acaba de perder a su hija. Un hombre que sin embargo, lejos del derrotismo sigue en la lucha y dedica unas páginas esperanzadoras al final del todo, citando a Rosa Luxemburgo y al mismísimo Proudhon:

El día 26 de abril de 1852, Proudhon escribía a un amigo desde la prisión: "El movimiento, indudablemente, no es normal ni sigue una línea recta; pero la tendencia se mantiene constante. Todo lo que los Gobiernos hagan, primero unos y luego otros, en provecho de la revolución, es cosa que ya no se puede desarraigar; en cambio, lo que contra ella se intenta, se evapora como una nube. Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar; asisto a esta evolución de la vida en el universo como si desde lo alto descendiese sobre mí su explicación; lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me conforta; ¿cómo, pues, puede usted pretender que me lamente de mi suerte, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿La suerte? Me río de ella. Y en cuanto a los hombres, son demasiado necios y están demasiado enservilecidos, para que yo pueda reprocharles nada."
Pese al regusto de patetismo eclesiástico que hay en ellas, también éstas son palabras muy bien dichas, y yo las suscribo.



Algunos de los pasajes más interesantes de su vida son su tardía afiliación a los bolcheviques, lo que se muestra a las claras su total falta de oportunismo en este sentido, el exilio, que marca y seguiría marcando toda su vida, exilio que pasa por Alemania, Francia y hasta por España, y posteriormente por Estados Unidos o Canadá, donde es internado en un campo de concentración, antes de su regreso a Rusia, datos éstos importantes para comprender hasta que punto es falsa la acusación,
aún hoy en boga de que la revolución bolchevique fue poco menos que promovida por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial para desestabilizar al enemigo desde dentro.

Otro aspecto interesantísimo de conocer de primera mano es la paz de Brest-Litovsk, por cuanto, y por lo mismo que en el caso anterior, se dice que Trotsky esperaba ingenuamente una revolución en Alemania que terminaría con la guerra y que ello le movió a querer seguir en la contienda, lo cual es completamente falso, porque lo que Trotsky deja bien claro es que no hubo únicamente dos posturas, la de Lenin de firmar el armisticio y la suya de proseguir la guerra, sino tres, donde se incluía la de un sector más combativo que, éste sí, apostaba por continuar la guerra, mientras que Trotsky se sitúa en medio de ambas posturas queriendo mantener la guerra únicamente para ganar tiempo y debido a las enormes concesiones que les obligaban los alemanes a firmar.

Otro pasaje interesante es el de aquellos años de Guerra Civil contra los blancos en los que prácticamente vive en un tren, organizando el Ejército Rojo. Fue en aquellos años en los que, de manera inevitable, surgen más discrepancias con Lenin y con otros sectores, si bien como queda demostrado en la obra, Lenin siempre terminó por entender que muchas de las decisiones y posturas de Trotsky eran las más acertadas. Para ello, a aparte de darnos las argumentaciones de todas las posturas y la suya propia, nos ofrece testimonios donde deja claro que lo que se llamó posteriormente trotskismo no dejaba de ser sino leninismo. Años después la manipulación y la traición intentarían hacer ver al mundo lo blanco negro, pero al cabo de ochenta años la historia ha dejado bien claro quien tenía razón. Y no se trata de juzgar, después de tantos años y una vez fracasado el comunismo en Rusia, las doctrinas de Trotsky sobre la revolución permanente y mundial o si eran mejores que el socialismo en un solo país –doctrina que tiene en su haber, entre otras desgracias, la derrota de la revolución española-, o sobre el internacionalismo revolucionario del que sería precursor, sino de observar que no eran otras las ideas y las premisas necesarias para que el marxismo hubiera tenido el éxito que pudo haber tenido.

El libro, extenso y magníficamente escrito, nos deja un poso de amargura y de duda. La amargura de saber que el estalinismo fulminó toda una posibilidad de cambiar verdaderamente el mundo, en el sentido de cambiar no solo el orden mundial sino el sistema de organización y de producción, de educación y de valores, y la duda, por lo que podría haber sido si Trotsky sucede a Lenin, apoyando desde la URSS y sin ambages la revolución mundial. Algunos se echarían a temblar, pero quizá serían los mismos que vieron a Stalin como un problema menor...

Y he aquí cómo Hermann Müller pudo, por una vez, dejar satisfechos por igual a sus socios de la derecha y a sus aliados de la izquierda. El Gobierno socialdemócrata fue en este caso el gran elemento de enlace para mantener la unidad del frente internacional contra el marxismo revolucionario. El que quiera formarse una idea de este frente único no tiene más que leer las primeras líneas del "Manifiesto comunista" de Marx y Engels: "Todas las potencias de la vieja Europa-el papa y el zar, Metternich y M. Guizot, los radicales franceses y la policía alemana, todos-se han conjurado en una jauría santa contra este espectro que es el comunismo." Aunque hoy los nombres sean otros, el contenido no ha cambiado gran cosa. El cambio de menos monta es, desde luego, el de los gendarmes alemanes en socialdemócratas. En el fondo, estos -caballeros defienden exactamente lo mismo que defendían los gendarmes de los Hohenzollers. (pág. 629)


Confieso que la apelación a las democracias europeas, en este pleito del derecho de asilo, me ha valido, de pasada, muchos ratos de regocijo. A veces, parecíame estar asistiendo a la representación de una especie de comedia "paneuropea", en un acto, titulada "Los principios de la democracia". Una comedia que podría haber escrito Bernard Shaw si a ese líquido "fabiano" que corre por sus venas se añadiese una buena dosis de la sangre de Jonathan Swift. Pero, cualquiera que su autor fuese, no puede negarse que la comedia, cuyo subtítulo podría rezar: Europa sin visado, tenía mucho de instructivo. ¡Y no hablemos de Norteamérica! Los Estados Unidos no tienen sólo el privilegio de ser el país más fuerte, sino también el más miedoso del mundo. No hace mucho que Hoover explicaba su pasión por la pesca haciendo resaltar el carácter democrático de este deporte. Si ello es así-y yo lo dudo-, la pesca es una de las pocas reliquias de la democracia que quedan en los Estados Unidos. El derecho de asilo ya hace largo tiempo que los yanquis lo tienen derogado también de sus Códigos. De modo que el título puede ampliarse: Europa y América sin visado. Y como estos dos continentes rigen el resto del mundo, la conclusión es indiscutible: El planeta sin visado. (pág. 636)

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